En los últimos años se ha hablado de los influencers como si fueran un fenómeno inédito, una forma de comunicación comercial absolutamente nueva, que rompía con las estrategias de marketing previas a su llegada y que era propia del ecosistema de las redes sociales. Sin embargo, la de influencer es una categoría muy amplia, en la que pueden entrar desde estrellas del cine y la televisión hasta instagramers o youtubers, es decir, productores de contenido digital que han llegado a tener un gran alcance en sus respectivos medios, y cuyo principal activo son ellos mismos.
Un influencer es, por lo tanto, un líder de opinión que actúa como prescriptor para una comunidad: no lo define su popularidad -la cantidad de seguidores, likes o visualizaciones que es capaz de acumular- sino su credibilidad -la capacidad que tienen sus opiniones y recomendaciones de movilizar a su comunidad-, el compromiso que despierta entre sus seguidores.
Los influencers se han convertido en un canal de marketing nuevo, y hay toda una rama de esta disciplina, el marketing influencer, dedicado a estudiar su funcionamiento. La eclosión de las redes sociales en los últimos diez años ha cambiado la forma de transmitir la información, dando lugar a una nueva relación con el pública objetivo, donde las opiniones personalizadas tienen una nueva capa de autenticidad. Y es precisamente aquí donde el marketing influencer viene a incidir para aprovechar esta interactividad e inmediatez, explotando comercialmente la nueva relación del consumidor con las opiniones de los prescriptores.
Normalmente, esta relación es presentada como una forma de comunicación ideal, en la medida que genera una gran familiaridad con el líder de opinión: primero, por la interactividad, en la medida que es posible interaccionar con el emisor de las informaciones y se puede llegar a crear una relación de cercanía; segundo, porque se trata de una correspondencia mucho más igualitaria, en tanto que el prescriptor -incluso cuando es una estrella de cine- se presenta en sus redes como una personal normal y corriente, facilitando así la identificación del público con el referente a través de la figura del “prosumidor”, popularizada por el sociólogo Alvin Toffler en los años ochenta: un productor que es, al mismo tiempo, consumidor de ese producto.
La influencia, una larga historia
Aunque el fenómeno del influencer sea reciente, y genuino de un mundo interconectado por las redes sociales, el funcionamiento de la influencia por parte de figuras públicas que actúan como prescriptores y ayudan a estructurar el gusto de las personas ya había sido largamente estudiado. Quizá en el mundo de la moda es donde resulta más evidente, puesto que desde la antigüedad eran las clases dirigentes y aristocráticas las que determinaban el buen gusto y los patrones estéticos de toda la sociedad dada su situación de mayor visibilidad pública.
Con la llegada del capitalismo, las formas de distinguirse de los demás -mediante la ropa, las afinidades culturales o los modales- también estuvieron ligadas a figuras públicas, aunque ya se había roto la jerarquía aristocrática de las sociedades precapitalistas y la influencia se convertía ella misma en una forma de mercado. Pero no será hasta finales del s. XIX, con la llegada de los mass media y la conformación de la llamada “sociedad de masas”, que la gestión de la influencia y la opinión pública se convertirá en una ciencia que estudia las divisiones relevantes entre los consumidores y propone estrategias comunicativas de segmentación para mandar distintos mensajes a distintas comunidades.
La televisión marcó este cambio fundamental, dado que los anunciantes ya podían ajustar su mensaje a los targets de audiencia que más les interesasen según la franja horaria y el tipo de público que tuvieran los distintos programas. La ampliación de canales y de programación permitió, además, que muchas marcas se posicionasen a través de personajes reconocibles y muy queridos por los espectadores. Las marcas podían asociarse a esas personas, que ya tenían una audiencia fidelizada, para la que sus opiniones sobre cualquier producto -un yogurt, un café o un detergente- resultaban relevantes y, por lo tanto, podían considerarse opiniones influyentes.
Internet y las redes sociales permitieron radicalizar esta estrategia. Además de ofrecer la posibilidad de una segmentación del mercado mucho más ajustada, facilitaron la evolución del “prosumidor” a una categoría mucho más dinámica. El ejemplo más popular es el de los blogs de moda, ahora reconvertidos en perfiles de Instagram, que proponen un medio rápido, cómodo, interactivo y visual de presentar a la relación entre el personaje público y el producto.
¿Un modelo de comunicación ideal…?
Por todo lo que llevamos dicho hasta ahora, para los teóricos del marketing influencer estamos frente a una forma de comunicación ideal entre la marca y el consumidor, puesto que estamos frente a un prescriptor e intermediario que se encuentra en una posición privilegiada para aumentar el valor del producto. El experto en marketing Josep M. Català ha estudiado los distintos niveles en los que el influencer digital puede añadir valor al producto:
- En la calidad: añade valor al posicionamiento del producto, en la medida que le confiere una imagen de lujo o exclusividad. El influencer debe publicar vídeos y fotos mostrando cómo usa ese producto, mucho más que explicar sus virtudes, como se hacía y se sigue haciendo en televisión.
- En el diseño: añade valor a la imagen del producto, siempre y cuando exista una comunión estética entre los contenidos de su canal del influencer y la propuesta visual la marca. Es quizá uno de los aspectos más difíciles de conseguir, pero también uno de los más importantes, puesto que las incongruencias podrían afectar a la propia imagen de la marca.
- En la atención al cliente: añade valor a la relación con el consumidor, en la medida que es el influencer quien da la cara por la marca, y se convierte en el encargado de responder a consultas, reclamaciones y dudas. Esto convierte al influencer en una suerte de embajador de la marca, por lo que resulta importante que la relación entre ambos esté bien definida para responder con rapidez y eficiencia a las cuestiones relativas a la atención al público, ya sea como servicio postvenda o como gestión de los comentarios y las reacciones en las redes sociales.
Por supuesto, que pueda producirse esta simbiosis entre la marca y el influencer depende de escoger a un personaje que se ajuste perfectamente a las necesidades de la empresa, en caso contrario es difícil que puedan darse las condiciones de esta comunicación ideal. Algunos de los aspectos a tener en cuenta a la hora de contratar a un influencer serían, primero, la relevancia de este para nuestra comunidad de interés; segundo, el engagement, es decir el nivel de compromiso de la audiencia con ese canal; tercero, el alcance que tiene ese influencer: aunque no sea el aspecto más relevante sí que es importante conocer cómo se mueve en las distintas redes sociales y en cuáles tiene mejor recepción; cuarto y último, la frecuencia con la que publican: los canales que más se actualizan con contenidos de calidad son los que obtienen un mayor seguimiento y lealtad por parte de la audiencia.
¿…o todo lo contrario?
Este modelo también tiene aspectos negativos, que están intrínsecamente ligados a las modificaciones en la relación comunicativa que se establece con el público objetivo.
El primero de ellos tiene que ver con el propio influencer, en la medida que este tipo de marketing supone dejar la imagen corporativa de la empresa en manos de una persona externa, que puede desvincularse en cualquier momento de la marca o que le puede asociar aspectos negativos, ya que la marca puedes llegar a quedar mimetizada con esta figura pública.
El segundo es que utilizar esta estrategia implica cambiar la información de canal: quien informa de novedades, ofrece experiencias exclusivas y organiza eventos es el influencer y no la empresa. Hay, por lo tanto, una pérdida de control sobre la información y la manera en que se transmite. Además, las redes sociales implican una forma de comunicación no jerárquica, que ya de normal dificulta mucho más que las empresas puedan dirigir la conversación alrededor de ciertos temas.
El último, y quizá el más importante, tiene que ver con la lealtad de los consumidores. Si bien en términos cualitativos la comunicación con el consumidor mejora a través de los influencers, es muy difícil asegurar la lealtad del público. En un estudio reciente realizado con consumidores de influencers de moda, se comprobaba que la lealtad se basaba en el seguimiento o en la recomendación, pero casi nunca en la participación activa más allá de las campañas de marketing concretas, por lo que resulta difícil que el público siga consumiendo ese producto una vez han cambiado el precio, sus características o la forma de distribuirlo.