Ha llegado el mes de agosto, las vacaciones y la posibilidad de salir otra vez de viaje. Pero desde hace unos años el hecho de “desconectar” durante unos pocos días se ha convertido en un objetivo que debe ser perseguido y conquistado. A causa del mail, las redes y el teléfono inteligente, además de muchos otros gadgets que permiten la extensión de esta tecnología, ya no basta con no ir a la oficina para pasar unas semanas de relajación. Si no bloqueamos el mail y las aplicaciones relacionadas, y dejamos de consultar las informaciones relacionadas con nuestro trabajo, es fácil que entre cocktails, arena y visitas a castillos medievales descubramos que, en realidad, la oficina somos nosotros.
¿Qué hacer con el flujo constante de notificaciones? ¿Cómo dejar de pensar en cuestiones laborales si usamos cada mañana las mismas redes y mandamos los mismos mensajes? La explosión del teletrabajo durante el confinamiento puso de manifiesto lo fácil que era trasladar nuestras labores a cualquier otro ámbito más íntimo. De hecho, ya teníamos casi todos los medios técnicos necesarios para trabajar eficientemente desde la cama o desde la otra punta del mundo. Pero al mismo tiempo descubrimos también la importancia de poner límites, horarios y separar espacios para que nuestra vida personal de nuestra vida profesional.
La dificultad de poner estas fronteras excede y mucho los límites de nuestra relación con el trabajo, y tiene que ver con una economía digital de la atención cada vez más salvaje, donde nuestra capacidad para estar concentrados -ya sea para trabajar o para ver una serie, para leer en la playa o para ver un partido de baloncesto en la tele- se ha vuelto cada vez más escasa. Todos los dispositivos reclaman nuestra actividad y nuestro tiempo. De ahí que desconectar sea tan difícil, y que hayan aparecido una serie de discursos que culpan directamente a las redes y a los teléfonos. Sin embargo, ¿la solución es irse a un retiro sin wifi? ¿Necesitamos talleres de detox digital para volver a disfrutar de los momentos de descanso? A continuación os proponemos una serie de lecturas que abordan este problema desde distintas perspectivas.
1. Comerciantes de atención. La lucha épica por entrar en nuestra cabeza, Tim Wu
Este ensayo va camino de convertirse en un clásico moderno y es la mejor introducción posible a lo que hoy llamamos “economía de la atención”. Tim Wu se remonta hasta mediados del siglo XIX, explicando cómo ha evolucionado la publicidad, para mostrar que los intentos de captar nuestra atención tienen una larga historia. Así, lejos de considerar la aparición de la sociedad digital como un cambio radical, lo entiende como una transformación progresiva, que no puede desligarse de la manera cómo se ha constituido nuestra esfera pública.
Quizá el aspecto más relevante de su análisis está en comprender que los esfuerzos de las empresas por captar nuestra atención y meterse en nuestra cabeza no dependen solo de una serie de técnicas de seducción y adicción, como muchas veces tendemos a pensar; sino que pasan también (y cada vez más) por la producción: la famosa frase “content is the king” se puede aplicar hoy a casi todas las esferas de nuestra existencia, y explica el éxito de modelos como Netflix o Spotify.
2. Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención, Jenny Odell
Hay muchas formas de “no hacer nada”, pero no todas sirven para alejarse de la economía de la atención. Eso es lo que nos enseña Jenny Odell en Cómo no hacer nada: se fija en todos aquellos discursos que nos hablan de formas de desconexión temporal, para “desintoxicarnos” de la presión del WhatsApp, del Gmail y del imperativo de estar siempre actualizados, pendientes de la última hora. Le interesan estos casos porque proponen formas de ociosidad que, en realidad, forman parte de un programa mucho más amplio y que tienen una finalidad ulterior: que recuperemos fuerzas durante unas semanas y volvamos al trabajo con más capacidad para estar concentrados y ser productivos.
Así, junto con los discursos detox, analiza también aquellos ejercicios como el yoga, la meditación o el mindfulness se han introducido dentro de las rutinas laborales como parte de un entrenamiento para centrar la atención de los trabajadores y ayudarlos a estar más presentes, menos dispersos.
La reflexión de Odell es simple: considera que, mucho más que a los teléfonos móviles, a las redes o a los juegos que tratan de captar nuestra atención, somos adictos a la cultura capitalista del esfuerzo que nos anima a estar buscando siempre formas de mejorar nuestras competencias y de aumentar nuestra productividad. Por ello, defiende que la única forma de “desconectar” de la economía de la atención es buscar formas de ociosidad que escapen a este imperativo de autodesarrollo constante, y que no puedan reinvertise en forma de actividad productiva.
3. A favor de la distracción, Marina Von Zuylen
En este pequeño ensayo, Marina Von Zuylen reflexiona sobre el valor creativo de la distracción. Estamos acostumbrados a pensar en la distracción como en un fallo, una relajación de nuestra capacidad para estar concentrados, que nos lleva a divagar y procrastinar. Además, en una cultura capitalista que valora tanto el esfuerzo y que nos recuerda una y otra vez que el tiempo es oro, perder el tiempo estando despistado y abstraído resulta muy problemático.
Sin embargo, Von Zuylen defiende que ciertas formas de distracción pueden favorecer la creatividad y el pensamiento en muchos ámbitos distintos, en tanto que permiten romper con los esquemas habituales desde los que afrontamos nuestros problemas cotidianos. El libro está lleno de ejemplos de grandes pensadores y artistas que llegaron a producir sus grandes obras gracias a este efecto de distracción. Por ello, Von Zuylen es muy crítica con aquellos discursos que hacen de la atención y la concentración un valor absoluto: cita la experiencia que ha tenido con sus estudiantes, para quienes esta presión por el rendimiento resulta tan elevado que en muchas casos necesitan de sustancias legales e ilegales (desde Adderall hasta cocaína) para poder mantener la concentración y estar bien despiertos durante muchas horas de estudio.
4. Mi año de descanso y relajación, Ottessa Moshfegh
Esta novela, publicada por primera vez en 2018, ha sido toda una revolución literaria que sigue removiendo a todo el que la lee. La trama es aparentemente simple: la narradora, cuyo nombre desconocemos, es una joven que trabaja para una galería de arte en Nueva York y aunque aparentemente todo le va bien, se siente profundamente deprimida. El lector no llega a tener del todo claro el motivo de su descontento, pero sí va descubriendo poco a poco las consecuencias de este malestar: la protagonista decide abandonar el trabajo y todas sus relaciones sociales para pasar la mayor parte del tiempo durmiendo (con la ayuda de somníferos y todo tipo de sustancias químicas). Su retiro del mundo será cada vez más espectacular y se las arreglará para pasarse prácticamente un año durmiendo, encerrada y radicalmente separada del exterior.
Aunque está ambientada en el año 2000, la novela ha sido leída en clave generacional, desde la perspectiva de los millennials (que es la generación a la que pertenece Ottessa Moshfegh, la autora). Mi año de descanso y relajación ha de ser interpretada a la luz de todo lo que hemos visto hasta ahora: una sociedad en la que la atención está en disputa y donde todo conocimiento, comportamiento y padecimiento está monitorizado y contabilizado. Si el riesgo constante es el burnout, Moshfegh nos ofrece una solución igualmente radical: abandonarlo todo e hibernar.
5. La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han
A muchos les sonará el nombre de Byung-Chul Han. Filósofo alemán de origen surcoreano, que se ha convertido en una especie de celebrity intelectual gracias a la forma de sus ensayos: pequeñas píldoras de pensamiento (sus libros son siempre muy cortos) que abordan una sola idea con reflexiones tan densas como fascinantes. La sociedad del cansancio es quizá su libro más conocido e importante; en la medida que estudia las consecuencias de la economía de la atención y de lo que él llama el imperativo de rendimiento.
Han nos invita a pensar el presente a través del concepto de “positividad”. Considera que en el pasado el poder se ejercía de arriba hacia abajo, jerárquicamente, y era por lo tanto necesario que alguien vigilara que las personas hicieran lo que se les mandaba hacer; pone la fábrica y la prisión como instituciones paradigmáticas en las que el control absoluto sobre los individuos era lo que determinaba su sometimiento al poder. Sin embargo, considera que hoy esta vigilancia ya no es necesaria, pues ha habido un cambio ideológico que ha puesto la positividad y el rendimiento en el centro. Ahora son los propios individuos quienes tienen que tomar la iniciativa para ser productivos: las instituciones paradigmáticas ya no son la fábrica y la prisión, sino el emprendedor y el gimnasio.
En consecuencia, Han relaciona esta positividad con el cansancio y el agotamiento de la economía de la atención, en la que cada uno es responsable de todo lo que hace. Al igual que Jenny Odell, investiga qué formas de ociosidad y de “hacer nada” pueden ayudarnos a combatir una sistema económico cada vez más exigente.